Laia Jufresa
5: uitnodiging es invitación
28-11-2014

Algunas cosas salen mal cuando escribes a este ritmo. Dices Powerpoint cuando querías decir Excel. Escribes bare en lugar de bear. Descubres que has cerrado todas tus crónicas con una palabra en holandés que nunca definiste para tus lectores en castellano e inglés. (Gezocht, amigos, perdonen la tardanza, significa “deseado”).

Pero algunas cosas salen inesperadamente bien. Trazas puentes mentales que sólo la improvisación permite, y te abres más porque no hay tiempo para ejercer pudor. Escribir rápido nos acerca a la experiencia de escenario, a la vulnerabilidad de la que hablé en otra crónica pero también, sobre todo, a la presencia. En un escenario, como en un deadline, estás donde estás. Aquí y ahora, sin tregua.

Llegados a este punto, mi abuela interior (a quien ejercer pudor le parece tan irrelevante como empatar los calcetines), me empuja a contar una anécdota.

Fue hace cuatro años. Estábamos dormidos y nos despertó una risa. Era mía, entendí sorprendida. Una risa tan imposible de detener que pronto viró al llanto. Dejé a mi marido medio dormido, aún riendo por contagio, y me fui a llorar al baño. (Esta exotiquez, quiero aclarar con el poco de pudor que la abuela me permite, sólo me sucedió esa vez). Luego pasé un rato muy largo sentada en la tina, analizando el sueño del que acababa de salir, y entendí algo.

(Algo quizá falso pero sumamente esclarecedor, a la manera en que sólo la ficción sabe iluminarnos).

En el sueño, cuatro desconocidos visitábamos un departamento en alquiler, guiados por un agente inmobiliario. De pronto, se encendían muchas luces y alguien declaraba un break. Nadie más que yo se sorprendía. Los falsos desconocidos salían a fumar juntos y yo descubría frente a mí largas hileras de butacas. El departamento era sólo escenografía. La visita era un ensayo de teatro. Entenderlo me provocó una carcajada tan prolongada que me despertó.

Después de la catarsis, todavía en el baño, tracé por primera vez el puente mental departamentos-teatro, y me puse a contar años. Con los dedos. Y entendí esto: la adicción inmobiliaria me empezó cuando dejé el teatro.

Durante mi infancia y adolescencia, actuar y escribir teatro fue lo más importante en mi vida. Aquello, estaba segura, que haría toda la vida. Pero lo dejé cuando descubrí la narrativa. Escribí un cuento y de inmediato quedé enganchada: ¡podía prescindir de ensayos, directores, egos ajenos… y hacerlo sola! Levantar mundos. Yo sola.

Escribir ficción es estar en personaje todo el día. (O al menos durante las horas en que uno logra bloquear el internet y concentrarse en vivir otras vidas). Y es, en mi humilde opinión, el oficio más divertido del mundo. Pero tiene algunos defectos graves. Es un oficio prácticamente no remunerado, para empezar. Pero además prescinde de dos cosas de las que el teatro, en cambio, depende: el cuerpo es uno. La creación conjunta, el trabajo en equipo, es la otra.

Se me ocurre entonces que un planteamiento como el de The Cronicles es valioso no sólo por la deliciosa ida al festival, sino también porque le inyecta por un rato a nuestro oficio (e incluyo a los traductores, que son escritores aunque no quieran aceptarlo) lo que más le hace falta: un pago, claro, pero también cuerpo -trasladarse, encontrarse, bailar juntos- y, sobre todo: equipo.

La presencia escénica exige estar atento a la presencia del otro. Hay que abrir la visión periférica. Estas semanas escribí así: con Annie McDermott y Heleen Oomen en el rabillo del ojo. Gracias a ambas, por ser tan obsesivas como yo con las varias capas de cada palabra.

E intuí algo con todo esto.

(Algo quizá falso, pero sumamente tentador, a la manera en que sólo los deseos nos entusiasman).

Intuí que si me traducen más o me siguen invitando a festivales, quizá supere finalmente mi adicción inmobiliaria.

Atención, la abuela y yo anunciamos: uitnodiging gezocht.

Laia Jufresa
5: uitnodiging es invitación
28-11-14

Algunas cosas salen mal cuando escribes a este ritmo. Dices Powerpoint cuando querías decir Excel. Escribes bare en lugar de bear. Descubres que has cerrado todas tus crónicas con una palabra en holandés que nunca definiste para tus lectores en castellano e inglés. (Gezocht, amigos, perdonen la tardanza, significa “deseado”).

Pero algunas cosas salen inesperadamente bien. Trazas puentes mentales que sólo la improvisación permite, y te abres más porque no hay tiempo para ejercer pudor. Escribir rápido nos acerca a la experiencia de escenario, a la vulnerabilidad de la que hablé en otra crónica pero también, sobre todo, a la presencia. En un escenario, como en un deadline, estás donde estás. Aquí y ahora, sin tregua.

Llegados a este punto, mi abuela interior (a quien ejercer pudor le parece tan irrelevante como empatar los calcetines), me empuja a contar una anécdota.

Fue hace cuatro años. Estábamos dormidos y nos despertó una risa. Era mía, entendí sorprendida. Una risa tan imposible de detener que pronto viró al llanto. Dejé a mi marido medio dormido, aún riendo por contagio, y me fui a llorar al baño. (Esta exotiquez, quiero aclarar con el poco de pudor que la abuela me permite, sólo me sucedió esa vez). Luego pasé un rato muy largo sentada en la tina, analizando el sueño del que acababa de salir, y entendí algo.

(Algo quizá falso pero sumamente esclarecedor, a la manera en que sólo la ficción sabe iluminarnos).

En el sueño, cuatro desconocidos visitábamos un departamento en alquiler, guiados por un agente inmobiliario. De pronto, se encendían muchas luces y alguien declaraba un break. Nadie más que yo se sorprendía. Los falsos desconocidos salían a fumar juntos y yo descubría frente a mí largas hileras de butacas. El departamento era sólo escenografía. La visita era un ensayo de teatro. Entenderlo me provocó una carcajada tan prolongada que me despertó.

Después de la catarsis, todavía en el baño, tracé por primera vez el puente mental departamentos-teatro, y me puse a contar años. Con los dedos. Y entendí esto: la adicción inmobiliaria me empezó cuando dejé el teatro.

Durante mi infancia y adolescencia, actuar y escribir teatro fue lo más importante en mi vida. Aquello, estaba segura, que haría toda la vida. Pero lo dejé cuando descubrí la narrativa. Escribí un cuento y de inmediato quedé enganchada: ¡podía prescindir de ensayos, directores, egos ajenos… y hacerlo sola! Levantar mundos. Yo sola.

Escribir ficción es estar en personaje todo el día. (O al menos durante las horas en que uno logra bloquear el internet y concentrarse en vivir otras vidas). Y es, en mi humilde opinión, el oficio más divertido del mundo. Pero tiene algunos defectos graves. Es un oficio prácticamente no remunerado, para empezar. Pero además prescinde de dos cosas de las que el teatro, en cambio, depende: el cuerpo es uno. La creación conjunta, el trabajo en equipo, es la otra.

Se me ocurre entonces que un planteamiento como el de The Cronicles es valioso no sólo por la deliciosa ida al festival, sino también porque le inyecta por un rato a nuestro oficio (e incluyo a los traductores, que son escritores aunque no quieran aceptarlo) lo que más le hace falta: un pago, claro, pero también cuerpo -trasladarse, encontrarse, bailar juntos- y, sobre todo: equipo.

La presencia escénica exige estar atento a la presencia del otro. Hay que abrir la visión periférica. Estas semanas escribí así: con Annie McDermott y Heleen Oomen en el rabillo del ojo. Gracias a ambas, por ser tan obsesivas como yo con las varias capas de cada palabra.

E intuí algo con todo esto.

(Algo quizá falso, pero sumamente tentador, a la manera en que sólo los deseos nos entusiasman).

Intuí que si me traducen más o me siguen invitando a festivales, quizá supere finalmente mi adicción inmobiliaria.

Atención, la abuela y yo anunciamos: uitnodiging gezocht.

4: Voortzetting es continuar
17-11-14

En Amsterdam, fui a ver la exposición de Vivian Maier. También visité el museo Van Gogh. Después de la primera nube de entusiasmos (en donde le puse Vivian y Vincent a mis hijos hipotéticos) apareció, obligada, la pregunta del reconocimiento. Obligada porque ambos -enormes y, hoy, admiradísimos- murieron sin haber sido reconocidos propiamente en vida.

Me pasé todo el tren Amsterdam-La Haya preguntándome: ¿qué tanto te importa el reconocimiento y por qué y de qué tipo lo deseas, y en un mundo ideal qué significa para tí ser reconocida? ¿Y en el mundo real?

Siempre que pienso en esto, desde que empecé a escribir hace quince años, llego a la misma conclusión sin florituras: Me importa, por supuesto, pero me importa mucho más seguir escribiendo.

Vivian Maier murió de un golpe en la cabeza. Se resbaló caminando sobre el hielo. No es una tragedia. Al contrario: tenía 83 años y aún caminaba sobre el hielo con tal de -me gusta pensar, no tengo pruebas- tomar una fotografía más. Una más. Siempre una más. Para mí es eso lo importante: no sentarte en tus laureles, no soltar la rienda. Seguir, pulir, volver a empezar.

Y sin embargo no sé, no creo, que yo hubiera podido vivir como ella, acumulando todo en el cajón, sin jamás mostrarlo. La respeto, pero no comparto la inclinación de guardarme para mí lo que hago. Es demasiado rico compartirlo, ayer lo comprobamos.

En uno de sus vídeos encontrados, Maier afirmó: Tenemos que dejar sitio a los demás. Esto es una rueda, te subes y llegas al final, alguien más tiene tu misma oportunidad y ocupa tu lugar, hasta el final, una vez más, siempre igual. Nada nuevo bajo el sol.

Esta rueda de The Chronicles, como todas, seguirá girando sin nosotros. Otros vendrán el próximo año y nuevas lenguas invadirán los extraños pasillos subterráneos que conectan los dos teatros. Habrá dialectos y malos entendidos, erres que se enredan distinto, jotas que se suavizan o endurecen según las latitudes, tildes sin referente en otras lengua, giros intraducibles, guiños complejos, inclinaciones, declinaciones, suposiciones. Los que nos vamos nos llevamos amistades, palabras en dutch que intentaremos no olvidar (hagelslag!) y la feliz experiencia de haber compartido varios textos y un escenario.

Anoche, los siete traductores y cuatro autores leímos y contestamos preguntas en una sala llamada Heaven. Está situada en el séptimo y último piso del Teatro Real de La Haya. Por una hora una pequeña torre de Babel. Luego, todo había terminado y todavía estábamos bajándonos del escenario cuando empezaron a armar una batería para el concierto que seguía. (La imagen me gusta para describir este festival: el modo en que literatura y música comparten plataforma, sucediéndose en una vertiginosa carrera de relevos).

Lo que viví anoche pertenece sin duda a una rama del reconocimiento que sí deseo. Es grato ver el trabajo de tus pares y sentir el respeto creciéndote por dentro. Me pasó con los traductores y también con los autores. Me sorprendieron la prosa potente de Bregje Hofstede, el humor agudo de Vea Kaiser, el ritmo impecable de Guillaume Vissac.

Viéndolos leer su trabajo pensé en esta frase que había recortado en algún momento de esta larga semana: One remarkable image taken by the mothership Rosetta shows Philae as a tiny speck, headed for history. “Allá van…”, nos dijimos la abuela interior y yo, impresionadas, conmovidas.

Tengan buen camino y fructuosas páginas, compañeros, no nos perdamos de vista: voortzetting gezocht.

 

 

3: stem es voz
15-11-14

Anoche descubrí un papelito con el que puedes pedir el desayuno al cuarto. Hice una cruz en “Café” y otra, por curiosidad, en “Noticias”. A las siete en punto llegó una charola. Tenía comida y una sola hoja impresa con las “noticias” de un lado en inglés, del otro en español. La hoja en sí sería buen material para la charla que tendremos hoy sobre traducción, pero por lo pronto permítaseme citar su titular más relevante (o por lo menos el menos deprimente): Philae usó su taladro en el cometa pero se está quedando sin energía.

Que Philae muera no es deprimente. Pero sí un poco triste. Propongo despedirla con una hermosa canción de las muchas canciones hermosas que oí anoche.

De Stu Larsen:

Darling I should’ve said goodbye
Before you even caught my eye
Now I can’t bear to see this die

Thirteen sad farewells my darling
Thirteen sad farewells

I will see you no more darling

You have used all your farewells
You have used all your farewells

Mmm.

Pese a todo mi amor por la palabra escrita, resulta anticlimático ver esto así: negro sobre blanco, sin notas ni luces ni cuerdas, sin eso que vimos tanto ayer: diría “el poder de la música” pero me suenan las alarmas anti cliché.

Vimos presencia pura. Concentración y golpes certeros de diafragma. Norma Jean Martine, Trampled by Turtles, Iron and Wine, Stu Larsen. Todos entregándose al escenario. Vimos algo que vemos poco: esa alquimia vulnerable de la música haciéndose frente a tus ojos.

La vulnerabilidad es necesaria, no creas nada que valga la pena si no te sientes un poco desnudo. Yo la combato con cobijas y gorros. Arropándome es como la abuela interior me convence de seguir.

Pero un cantante no puede cubrirse. O sí, pero son distintas las máscaras, y el error es visible. No hay horas de reescritura, el ego tiene que ser más flexible.

Como escritora aprendo de los cantantes. De su precisión. De su voz como un pulpo milenario: cada tentáculo cosquilleando la nuca de cada uno de los presentes, o presionándoles el esternón hasta las lágrimas.

Dos actos me hicieron llorar. Uno fue Stu Larsen. Canta como un buen niño de coro que dejó la iglesia para viajar por el mundo, amplió su registro, se dejó crecer la barba. No suelo ser así de buena para adivinar nada, pero al googlearlo aprendí lo que había intuido: cristiandad y carretera. Ahora vive on the road, sin techo fijo pero con cada vez más conciertos. Su voz-pulpo (como también la de Iron and Wine), se te mete en el pecho y te quiebra o ilumina a voluntad. Cuando acaba quisieras acercártele y decir: Gracias.

También me conmovió el escritor Akhil Sharma. Presentaba Family Life, novela autobiográfica que le tomó doce años y medio escribir.

¿Valió la pena?, le preguntaron.

Contestó franco: No, no, no, claro que no valió la pena.

Puedo entender su frustración. Lo terrible no era estar buscando la voz para su historia, tampoco lo que tiró a la basura (7000 páginas, dijo). Lo terrible era no poder pasar a la siguiente. Porque buscar y tirar es normal: es lo que hacemos. Para esta crónica de 600 palabras borré unas 4000. Dejé afuera gente, anécdotas, lugares (y una mandíbula de mamut en venta en La Haya que realmente espero lograr incluir mañana).

Escribes picando piedra, hasta que das con una veta y te comprometes con ella. Te pones un gorro. Te armas de valor. Tiras todo lo demás.

La veta es la voz y este es mi oficio: stem gezocht.

2: zicht es vista
14-11-14

Desde mi última crónica, mi mamá llamó para decir que era broma. Lo de la maleta. Era broma. Además, dejé Madrid y desperté en Amsterdam por primera vez en doce años. Antes de salir a desayunar, googlé: best cofeeshops in Amsterdam. Error de principiante. Y sobreviví a las bicicletas. No es algo trivial cuando caminas sin mirar a dónde vas porque tienes los ojos clavados en una ventana y la siguiente y la siguiente.

Pero mi voyeurismo (y el de todos ustedes) es diminuto junto al multimillonario y multiesperado atisbo que tuvimos hoy del cometa 67P gracias a que el robot Philae aterrizó ayer allí: a más de 500 millones de kilómetros de aquí. Dicen que rebotó tres veces antes de encajarse en un acantilado.

El acantilado disgusta a los científicos porque su sombra estropea las fotos. Pero quizá Philae se siente más protegido así. Si yo fuera a pasar el resto de mis días a 500 millones de kilómetros de la tierra, me gustaría sentirme un poco al abrigo, y no en un espacio abierto, a merced de todos esos polvos estelares. Sobre todo desde que hoy, en las Border Sessions, aprendí que el polvo del espacio exterior es spiky and vicious.

Las Border Sessions fueron dos días de conferencias sobre tecnología, previos al festival Crossing Border. Alcancé a ver tres de las cincuenta que hubo. Una sobre el nuevo traje espacial que está diseñando NASA. Otra sobre la carne in vitro. La tercera sobre el hombre renacentista contemporáneo (o algo así).

En un video, un astronauta en la luna hace malabares. Intenta no caer, rebota, parece muy torpe. Finalmente, el conferencista nos explica: se le cayó algo. Eso es todo. Se le cayó una bolsa y pasa muchos minutos intentando recogerla. Un astronauta, en óptima condición física. Tres veces la levanta y vuelve a perderla. Movilidad, es lo que no tenían los trajes del Apollo 16. Para mejorarla, están produciendo nuevos materiales: más resistentes y ligeros. Hay que reducir la masa. Por cada kilo que envías al espacio, necesitas poner veinte kilos en órbita, e invertir muchos, muchos miles de dólares. Cada gramo ahorrado cuenta.

Pero si el espacio no le atrae, considere la carne in vitro. Ya se está haciendo. Todavía no parece bistec, pero ya sabe más a res que a tofu. Y allí también cada gramo es carísimo. La primera hamburguesa tomó dos años y costó 250,000 euros. Ayer Koert van Mensvoort presentó su inventivo The In Vitro Cook Book, con 45 recetas que aún no se pueden cocinar.

De la sesión renacentista, me quedo con una frase de Auke Ferwerda: The only sensible outcome of data is insight. A mi abuela interior le encantó. Qué sensible muchacho, me dijo. Y también: ¿No deberías pedirle lo mismo a tu trabajo?

No. No lo sé. Espero que no. ¿Tal vez sí? Sería paralizador, escribir con la ambición de revelar algo.

No hay una palabra en español para insight. En holandés es inzicht. Zicht es vista. En-vista. Tal vez, abuela, si lo pensamos como una traducción literal, sí. Escribir por voyeurismo. Con la única meta de pintar para el otro una serie de ventanas extranjeras, sin cortinas, a las que no resista asomarse.

El experto de NASA nos aseguró que no mandamos gente al espacio para que trabajen, sino para expandir nuestro sentido de lo posible. Puede ser. Pero ¿no es también, simplemente, por chismosos? Por el selfie de Philae. Porque todos queremos asomarnos, espiar, comparar. Queremos ver. Ver más. Podríamos tatuárnoslo: zicht gezotch.

 

1: huis es casa
04-11-14

Mientras yo escribo esto en Madrid, en el centro de Ámsterdam hay doscientos veinte departamentos en alquiler con tina en el baño. Hay treinta y dos con chimenea. Veinticuatro con tina y chimenea. Hay, incluso, trece departamentos bien localizados que cuentan con tina, chimenea y balcón. Estos últimos, desgraciadamente, serían impagables para un escritor.

Sé todo esto porque llevo horas buscando casa en Ámsterdam. En este corto periodo he aprendido a decir, o por lo menos a escribir: huizen te huur, badkuip, haard y balkon. Palabras que no sé pronunciar y que en diez minutos habré olvidado, no sólo por la confianza perezosa que google translate nos otorga, sino también, sobre todo, porque no las necesito.

No pienso alquilar ningún departamento en Ámsterdam. Voy sólo los dos días previos al festival Crossing Border de La Haya, y ya tengo hotel, muchas gracias. Es sólo que caí una vez más en la trampa. De este pie cojeo yo: compulsión inmobiliaria. Es lo que hago cuando no estoy escribiendo. Sobre todo, cuando debería estar escribiendo. Es como evado mis responsabilidades. Procrastinación, que le dicen. Yo digo que, bueno, otros “crushean candies”.

Dura, esta vez, hasta que me paro a hacer café. Entonces una voz que yo llamo la abuela interior, aprovecha para sugerirme -con esa amabilidad optimista que sólo tienen las abuelas- lo siguiente: ¿Y si en vez de los departamentos planeas el viaje?

Mmm.

Es una idea humildemente revolucionaria, para mí, porque por lo general invierto toda mi energía planificadora en lo irreal y lo imposible. Me dedico a escribir ficción, para empezar. Y cuando viajo lo hago sin guía. “Fluyendo” lo llamaba en la adolescencia y todavía no encuentro un mejor término. (Mi mamá sí tiene el suyo: “Laia viaja como las maletas”).

Sin embargo, en los últimos años y muy lentamente, he descubierto, por ósmosis, el relativo placer de tener un plan. Es porque me casé con un gringo, ya se pueden imaginar. Hace dos semanas, fuimos a conocer Lisboa. Él quería oír fados en tal barrio y beber no sé qué licor en no sé qué bar. Yo quería “pasear”. Mi marido viaja como yo escribo ficción: a sabiendas de que donde nos alejamos de lo concreto ipso facto decae el nivel literario. Yo en cambio viajo como procrastino: determinadamente sin rumbo.

Vuelvo de la cocina convencida de que, esta vez, seré otra. Seré alguien que llega a Holanda y declara, por ejemplo: ¡Quiero comer graskaas! Sí, me digo: basta de fluir. Planearé todo lo que quiero ver en el festival y en Ámsterdam, seré inflexible, haré un powerpoint. Bueno, no sé usar powerpoint, pero lo anotaré en una libreta.

Para el Crossing Border hay programados sesenta y cinco actos literarios. Veintiocho espectáculos musicales. Diez eventos especiales (cuyo criterio de selección ignoro, pues algunos son musicales o literarios). Además, en los pasillos habrá adolescentes recitando sus poemas, caricaturistas dibujando retratos, polaroids dibujadas a lápiz. Y, por si fuera poco, el grupo TUIG estará haciendo “tatuajes temporales literarios”.

Sé todo esto porque llevo horas explorando la página del festival y anotando lo que quiero ver en mi libreta. Mi abuela interna ronronea. Se siente útil. Y yo estoy casi delirante. ¡Cuántos escritores, cuántos buenos músicos! Por no mencionar a los doce traductores y otros tres autores que participan en The Chronicles. Será una fiesta.

¡Allá nos vemos, muchachos! Me reconocerán por mi tatuaje temporal literario. Dirá: huis gezocht.