Mauro Libertella
Buenos Aires, 13 de noviembre de 2018
19-11-2018

Queridos amigos:

¿Cómo están? ¿Qué ha sido de sus días? ¿Siguen todos juntos en Amsterdam o la fuerza centrífuga de ese espiral que determina nuestras vidas los desparramó por aquí y por allá? ¿Han mordido ya la fruta prohibida?

No han pasado ni dos semanas desde que terminó el festival y sin embargo se me antoja como una pequeña eternidad –si se me permite el oxímoron–. Será la distancia. Vuelvo a estar a 11.500 kilómetros de ustedes, aquí donde estos textos que ahora toman la forma de una carta final empezaron. Tiempo y espacio; toda la historia de la filosofía pivotea sobre esos dos vectores asi que no voy a incurrir en un territorio que desconozco, pero es cierto que estar lejos produce también un efecto temporal: todo parece añejo, antiguo; los recuerdos se decoloran como las fotos del siglo XX que nuestras madres guardan en un cajón.

Pero la distancia no es solo un alucinación del tiempo ni una fantasía del espacio sino, fundamentalmente, un eco de la lengua. El neerlandés (holandés, le decimos acá) persiste aún como una música que se va en fade out, en un lentísimo y agónico fade out, pero que por voluntad y testarudez, resiste, persiste. Hay un estribillo que suena en mi cabeza: een man is geen hobby, een man is geen hobby. Son los versos de Radna Fabias, que le escuché leer dos veces durante el Crossing Border, la primera en inglés y la segunda en su propia lengua. Me impactaron ambas versiones, pero por alguna razón la segunda se clavó en mi inconsciente como una estaca, como un ancla. Hay algo seductor en las palabras que no entendemos; la lengua, desprovista de pronto de su carácter comunicativo, de su necesidad de transmitir, empieza a operar en un nivel puramente estético, casi emocional. Een man is geen hobby: es como la música del viento, el ruido blanco que me traje a mi lejana Argentina.

Por lo demás, quiero contarles, a modo de dietario médico, y porque finalmente este terminó siendo un texto sobre el tiempo y el espacio, que padecí el mayor jet lag de mi vida, del que me estoy recuperando recién ahora. Tomé una serie de precauciones que me indicaban los foros de la web: dormir bien el dia anterior al vuelo, tomar mucha agua, caminar por el pasillo del avión y sobre todo uno muy abstracto y por eso fascinante: hacerle creer al cerebro que ya estamos en el lugar de destino. En fin. La conclusión es que fallé. Hice todo y fallé. Cuando llegué, el sol latinoamericano brillaba como una llamarada que incendiaba mi cabeza y mi cuerpo implosionó. Fueron mis días zombie, como si hubiera vuelto de abajo de la tierra. Ahora que estoy recuperado, sin embargo, diría que fue una experiencia interesante: mi cuerpo creía que era de noche, mi cabeza creía que era de día, y eso me puso en un lugar intermedio, un poco como ser invisible, como no estar, o como estar en todo lados. Suena un poco confuso, pero es que fue confuso. Trataré de desarrollarlo mejor en otro momento.

Ahora los saludo y espero que nos veamos pronto.

Abrazo!

M.L.

 

Mauro Libertella
19-11-18

Queridos amigos:

¿Cómo están? ¿Qué ha sido de sus días? ¿Siguen todos juntos en Amsterdam o la fuerza centrífuga de ese espiral que determina nuestras vidas los desparramó por aquí y por allá? ¿Han mordido ya la fruta prohibida?

No han pasado ni dos semanas desde que terminó el festival y sin embargo se me antoja como una pequeña eternidad –si se me permite el oxímoron–. Será la distancia. Vuelvo a estar a 11.500 kilómetros de ustedes, aquí donde estos textos que ahora toman la forma de una carta final empezaron. Tiempo y espacio; toda la historia de la filosofía pivotea sobre esos dos vectores asi que no voy a incurrir en un territorio que desconozco, pero es cierto que estar lejos produce también un efecto temporal: todo parece añejo, antiguo; los recuerdos se decoloran como las fotos del siglo XX que nuestras madres guardan en un cajón.

Pero la distancia no es solo un alucinación del tiempo ni una fantasía del espacio sino, fundamentalmente, un eco de la lengua. El neerlandés (holandés, le decimos acá) persiste aún como una música que se va en fade out, en un lentísimo y agónico fade out, pero que por voluntad y testarudez, resiste, persiste. Hay un estribillo que suena en mi cabeza: een man is geen hobby, een man is geen hobby. Son los versos de Radna Fabias, que le escuché leer dos veces durante el Crossing Border, la primera en inglés y la segunda en su propia lengua. Me impactaron ambas versiones, pero por alguna razón la segunda se clavó en mi inconsciente como una estaca, como un ancla. Hay algo seductor en las palabras que no entendemos; la lengua, desprovista de pronto de su carácter comunicativo, de su necesidad de transmitir, empieza a operar en un nivel puramente estético, casi emocional. Een man is geen hobby: es como la música del viento, el ruido blanco que me traje a mi lejana Argentina.

Por lo demás, quiero contarles, a modo de dietario médico, y porque finalmente este terminó siendo un texto sobre el tiempo y el espacio, que padecí el mayor jet lag de mi vida, del que me estoy recuperando recién ahora. Tomé una serie de precauciones que me indicaban los foros de la web: dormir bien el dia anterior al vuelo, tomar mucha agua, caminar por el pasillo del avión y sobre todo uno muy abstracto y por eso fascinante: hacerle creer al cerebro que ya estamos en el lugar de destino. En fin. La conclusión es que fallé. Hice todo y fallé. Cuando llegué, el sol latinoamericano brillaba como una llamarada que incendiaba mi cabeza y mi cuerpo implosionó. Fueron mis días zombie, como si hubiera vuelto de abajo de la tierra. Ahora que estoy recuperado, sin embargo, diría que fue una experiencia interesante: mi cuerpo creía que era de noche, mi cabeza creía que era de día, y eso me puso en un lugar intermedio, un poco como ser invisible, como no estar, o como estar en todo lados. Suena un poco confuso, pero es que fue confuso. Trataré de desarrollarlo mejor en otro momento.

Ahora los saludo y espero que nos veamos pronto.

Abrazo!

M.L.

 

05-11-18

Todo termina, amigos.

Todo termina y nos despedimos a lo grande, dilapidando el último resto de energía que nos quedó, plenamente conscientes del carácter simbólico de los finales. En los textos y en la vida, los comienzos y los finales tienen un funcionamiento parecido. Cuando empezamos a escribir algo estamos fríos, todavía no encontramos el beat que va a marcar el pulso de las frases, es todo incertidumbre y pavor, promesa y terror. Por eso muchos escritores recomiendan volver a escribir los comienzos una vez terminado el libro. Los finales en cambio son el punto caliente de un recorrido, que si salen bien tienen que contener y clausurar emocionalmente todo lo que vino antes. Hay una responsabilidad casi ética en los finales. Bueno, quizás estoy sobredimensionando un poco las cosas. Todavía estoy bajo el efecto surreal de una noche larga.

Los hechos fueron los siguientes. Luego de una cena cuando todavía era casi de día (imagino que, de alguna vez mudarme a este país, lo que más me costaría sería la adaptación al horario de la cena), encaminamos nuestros pasos hacia el auditorio en el que nos tocaría disertar. Sobre un escenario circular, autor y traductor fueron pasando en duplas, como una pareja de toda la vida que se somete al escrutinio público de su historia de amor. Escuché a mis compañeros de crónicas hacer chistes, contar cómo trabajan, reconstruir el trayecto genealógico de sus libros. Luego me tocó leer un fragmento de mi propio libro en castellano y una pantalla proyectaba esas mismas palabras pero en neerlandés. Fue raro; advertido de que nadie hablaba castellano en esa sala, sentí una impunidad y una libertad para mí desconocidas. El castellano era de pronto mi lengua privada, un dialecto que en ese lugar y en ese espacio, solo por un rato, me pertenecían únicamente a mí. Para los allí presentes, debe haber sido como escuchar a alguien cantar una música cuyas palabras no dicen nada: mi libro se convirtió, en la noche de La Haya, en pura melodía. No es un mal destino para un texto.

Finalizado el evento, salimos a la ciudad fría y hermosa. El paisaje al que me ha habituado, y que ya estoy extrañando por anticipado, seguía ahí: la líneas de hierro en el suelo empedrado que marcan el recorrido de los tranvías rojos y silenciosos; el dibujo de una iglesia enorme que recorta la línea del cielo; el Filmhuis  Den Haag, el teatro donde pasamos las horas del festival, los edificios modernos y vidriados y las tiendas pequeñas, en una combinación alocada entre lo nuevo y lo antiguo, la vieja Europa y la ciudad del futuro. Ingresamos una vez más, una última vez, al teatro y ya todo fue disgregación y afterparty, tragos que pasan de mano en mano, palabras escuchadas en mil lenguas que se mezclan, un vaso que cae al piso, un risa perdida, alguien que se pone su abrigo y sale a fumar a la oscuridad.

Y como dice la canción de un querido cantante argentino: si diez años después te vuelvo a encontrar en algún lugar, no te olvides que soy distinto de aquel pero casi igual.

03-11-18

Ayer presencié una escena conmovedora. Cuatro traductores de nuestro grupo se juntaron en uno de los pasillos del teatro en el que discurre la mayor parte del festival e intercambiaron figuritas neuróticas sobre cómo fue la experiencia de traducir los primeros textos para este blog. Fue una auténtica sesión de terapia. Yo me sentía un intruso, una suerte de doble agente encubierto, así que cerré la boca, me hice invisible y escuché. Uno diría que los autores están –o deberían estar– obsesionados con la palabra, con la sintaxis, con las posibilidades de la gramática de la lengua que eligieron para escribir. Pero al lado de los traductores, los autores son –somos– carmelitas descalzas, nenes de pecho, leones herbívoros (acabo de usar deliberadamente tres expresiones de la cultura oral argentina para poner en aprietos a mi traductor). Como dijo el escritor argentino Alan Pauls, los traductores son los últimos lectores que ejercen el close reading, la lectura microscópica; son animales entrenados en una especie de sospecha insoportable. La traducción es una esclavitud, un sacerdocio: los traductores están atados al texto en el que están trabajando de un modo casi dramático. Eso entendí escuchándolos hablar. A uno se lo veía conflictuado porque llevaba cuatro horas tratando de encontrarle la vuelta a una palabra; otro sufría (sufría de verdad, el buen hombre estaba mal) porque había tenido que soltar el texto luego de la séptima lectura. Creo que tenemos que aprender mucho de los traductores, sobre todo como lectores. Aunque, al mismo tiempo, me pregunto: ¿Se puede vivir así? ¿se puede estar tan cerca del objeto de nuestra obsesión sin quemarnos?

Luego estuve en la conversación con José Eduardo Agualusa, escritor angoleño de 57 años, un autor leído en muchos países. Agualusa habló de lo que significa haber nacido en África, de cómo esa pertenencia fundacional moldeó su carácter, de cómo esa bandera nacional y continental permeó su literatura y su manera de ver el mundo. Nunca lo había escuchado en vivo, pero es verosímil imaginar que es un hombre condenado a hablar más o menos siempre de lo mismo. El origen africano es su tema, y cuando a un escritor se le endilga un tema, luego es muy difícil salir de ahí. Yo vengo de familia de escritores (padre narrador, madre poeta) y ese es mi tema, la pequeña cárcel de sentido en la que quizás vaya a habitar el resto de mi vida. Desde luego que esa es al mismo tiempo una fatalidad y una elección; yo mismo escribo sobre mis padres una y otra vez (de hecho, ¡lo estoy haciendo ahora, una vez más!), rodeo el asunto, merodeo la zona, trato de encontrar nuevos flancos para atacar ese territorio.

Hace unas semanas estuve unos días en Londres y en una hermosa tarde de sol desemboqué en la famosa esquina de Hyde Park conocida como la Speakers´ Corner. Mirando a esas personas paradas en sus banquitos, vociferando discursos para cuatro o cinco oyentes casuales, me pregunté para qué lo hacían, pero sobre todo por qué lo hacían. ¿Para convencer a alguien, para descargarse al modo de una catarsis, para trasmitir una ideología como se transmite un virus? Escuchándolos, pensé que la literatura quizás también sea eso: alguien parado en un banquito, en la esquina de una plaza soleada, diciendo lo único que tiene para decir.

02-11-18

Ayer entré a un cine y sentí culpa.

Era una cinemateca hermosa, clavada justo enfrente del hotel. El cartel rojo, imponente, me convocaba, como una mujer hermosa, como una droga poderosa: Filmhuis Den Haag. Vi una película paraguaya muy buena que no viene al caso, pero de lo que sí quiero decir algo es de la culpa. ¿Por qué justo ahí, entre las butacas oscuras de una sala de cine, me invadió ese sentimiento tan nocivo, ese invitado que llega siempre a la fiesta cuando no lo esperamos? Supongo que por una razón básica: porque me estaba “perdiendo la ciudad”. Porque, durante una hora y media, acaso dos, había puesto en paréntesis un imperativo tan propio del turismo, de la experiencia de viajar: ese que dice que hay que verlo todo y que hay que verlo ya. Llevo dos semanas viajando por Europa y me he preguntado cuántos estímulos nuevos soporta un cerebro. Otro museo, otra catedral, otro barrio emblemático. Creo que el turismo es una de las experiencias determinantes de nuestra era, la era de la globalización y los vuelos low cost, y habría que pensar un poco mejor cuáles son sus grandes conquistas pero también sus límites, sus nudos de conflicto. Le dejo la tarea a alguien más docto, por supuesto. Yo soy apenas un turista que ayer interrumpió deliberadamente sus paseos por la ciudad para encapsularse en el interior aséptico de un cine holandés.

Entretanto, a la noche nos conocimos entre los que formamos el grupo de The Chronicles. Fuimos a cenar a un restaurant mexicano y comimos comidas típicas y bebimos tragos de colores inverosímiles (uno era rosa; otro, blanco). Fue un momento muy lindo, en el que trazamos la parábola completa que todo encuentro grupal tiene que tener: un primer momento algo incómodo, en el que no sabemos ni siquiera cómo se saluda la gente en otro país (¿con la mano?, ¿con un beso?); un segundo momento de deshielo, en el que alguien hace un chiste y todos comprobamos, aliviados, que nos reímos más o menos de las mismas cosas (eso es, quizás, una generación: un grupo de gente que se ríe de los mismos chistes); y luego ese momento final, glorioso y exagerado, cuando el reloj ya marca la doce de la noche y parece que nos conocemos hace un siglo y nos abrazamos y nos contamos cosas que nunca le contamos a nadie. Nos preguntamos las edades y los libros escritos, pero sobre todo queremos saber dónde vivimos, donde hemos vivido. Otro signo de época: todos han pasado por varias ciudades, se mueven al ritmo dorado de su deseo, ya no hay anclas ni arraigos. Yo, que viví siempre en la misma ciudad, los escuchaba con cierta distancia, como un ángel que documenta, como alguien que mira un mundo que se transforma y no se decide si subir al avión o dejarlo ir.

Ahora, ya de mañana, los veo entre las mesas del desayuno y me pregunto qué están escribiendo. Es una curiosidad corrosiva, casi insoportable. Radna durmió poco y está buscando el lugar ideal para concentrarse; Lana está a tres mesas de distancia y con el gesto universal de la mano en alto que se mueve me avisa que está escribiendo, pero no le veo una computadora (¿escribe a mano? ¿escribe en su teléfono celular?); Dean pasa por el pasillo y se lo ve alegre, intenso, resplandeciente, como si hubiera dormido diez horas y ya hubiera terminado su texto hace un rato largo; a Sharlene nadie la vio, esperemos que esté bien.

Y así termino yo este informe, desde la mesa del fondo del bar restaurant del hotel, casi escondido en un rincón de este amplio salón, mirando por sobre la pantalla de mi computadora, como si los espiara o como si, a partir de los fragmentos que registro, pudiera reconstruir una totalidad. Así, también, funciona el turismo.

23-10-18

Hay 11.500 kilómetros entre Buenos Aires, donde estoy ahora, y La Haya, donde voy a estar en unas semanas, si los acontecimientos siguen el curso que con tanto rigor hemos edificado. Acá, en el sur del sur, en una de las ciudades más insulares de la tierra, el termómetro marca 21 grados. Es una hermosa primavera: las flores violetas se abrieron por todos lados y por un instante es como si la tierra fuera un lugar extraordinario para vivir. La ilusión es pasajera, lo se muy bien, pero permítanme habitar por un rato en ese paraíso mental. En La Haya, me indica Google –ese oráculo al que le asignamos un nivel de veracidad total– el clima, hoy, es el mismo. Qué coincidencia. “Al destino le gustan las simetrías y los pequeños anacronismos”, escribió Borges, un escritor al que los argentinos deberíamos tener prohibido citar. Pero aquí estoy, una vez más, evocando al maestro, que siempre nos asiste con una frase, como un viejo amigo al que no vemos que nunca pero que aparece cuando las cosas se ponen confusas. Aunque quizás “destino” sea una palabra excesiva para este contexto, ¿no?

Debo reconocer que estoy un poco nervioso. La curiosidad me vence y recorro las calles de La haya a través de Google Street View (y este texto ya empieza a parecer, sospechosamente, una publicidad de Google…). Como en una ruleta rusa, suelto el cursor en un punto al azar y aparezco, por gracia de la realidad virtual, en una calle angosta, sin árboles, típicamente europea. La primera vez que viajé a Europa lo que capturó mi atención, sobre todo, fue la ausencia de árboles: era algo al mismo tiempo hipnótico y desesperante. Es extraño caminar por un lugar en el que lo que nos obsesiona es la ausencia de algo. Durante una época de mi vida hacía eso: me metía un rato cada día en el Street View y “paseaba” por varias ciudades del mundo. No se si lo recomiendo. Es como tocar las portadas de los libros pero no poder leerlos; es como mirar los trailers de las películas pero tener prohibido el visionado completo. Hay algo kafkiano en esa sensación, pero ya cité a Borges, asi que no debería, también, traer aquí a Kafka. ¿Quién me falta? ¿Joyce?

Supongo, por lo demás, que estas también son formas de “cruzar fronteras”: internet es nuestro crossing border de bolsillo. A veces pienso que nuestra generación (los que nacimos en la década del ochenta, digamos) va a cargar toda la vida con el pequeño trauma que implica haber atravesado la infancia en un mundo analógico, mucho más lento y monocromático que al actual, y que de pronto, cuando nos empezamos a hacer adultos, todo cambió. Fuimos la última generación analógica y nuestra experiencia está quebrada en dos. Es como los escritores a los que la guerra mundial los tomó a mitad de sus vidas: nunca más se repusieron de ese terremoto y si uno lee sus libros parece como si siempre estuvieran orbitando alrededor de esa misma obsesión, tratando de encontrarle la salida a un laberinto que no la tiene.

Pero no quiero exagerar.