Diego Zúñiga
Fuera de foco
20-11-2017

Creo que todavía no se los cuento, pero aquí va: ese primer día en La Haya —el día en que caminé 10 kilómetros y conocí Scheveningen—, volví al hotel en un Uber, a eso de las diez de la noche, absolutamente derrotado por esa caminata infinita. Antes de entrar al Mercure, eso sí, me di cuenta de que no había cenado, así que busqué un lugar donde sentarme y comer algo. Caminé —muy lento, por supuesto, ya no había energías—pensando en cómo juntaría ese puñado de palabras en inglés que me permitirían decir algo que tuviera sentido.

Había sido un día silencioso, un día en neerlandés y también un poco en inglés. No estaba mal. Disfruto de ese aislamiento lingüístico, de ese silencio forzado. Y estaba en eso cuando encontré, a sólo un par de cuadras del hotel, un pequeño restaurant en el que vendían kebabs. Atendía un egipcio que, quién sabe cómo, entendió perfectamente lo que le pedí. Y fue en ese momento en que escuché, por primera vez en el viaje, una voz en español.

Era una pesadilla: el egipcio tenía puesto en un televisor un especial de bachata, un ritmo centroamericano que se puso de moda poco después que el reggaetón y es tan insoportable como pegajoso. Y ahí estaba sonando en ese televisor: un loop eterno de bachata en un restaurante de un egipcio en una ciudad holandesa. Las fronteras, en momentos como ése, parecen sólo imaginarias. Pero no hay que engañarse. No hay que bajar la guardia. Las fronteras están ahí, en la lengua, pero también en las clases sociales y en una serie de pequeños gestos que a veces no hay forma de describirlos, pero que son completamente reales. Hay que estar alertas, siempre.

Voy a pensar en eso días después, cuando conozca, por fin, Amsterdam, y visite una exposición del artista colombiano Carlos Motta, en el museo Stedelijk, titulada The Crossing. Las fronteras no son imaginarias, nunca, por más que intentemos creer lo contrario. Es mejor estar conscientes de eso y ver qué se puede hacer, cómo ayudar a los otros a no sentirse ajenos, a integrarse a eso que llamamos comunidad.

Lo que hizo Carlos Motta en The Crossing fue una video-instalación en la que entrevistó a una serie de inmigrantes, once refugiados que escaparon de sus países, en medio oriente, donde eran discriminados y perseguidos por ser homosexuales o transgéneros. Los vemos a través de once pantallas dispuestas en dos salas: le hablan a la cámara, nos hablan a nosotros, y nos cuentan su historia, la travesía que debieron vivir para arrancar de sus países y encontrar asilo en Europa, específicamente en Holanda. Pero el horror de esas historias no terminaba ahí, una vez ya lejos de sus países, sino que continuaba también en los campos, donde también eran discriminados por otros refugiados homofóbicos y transfóbicos: la miseria humana está en todas partes.

Es, indudablemente, una realidad incómoda, pero de eso se trata, muchas veces, el oficio de los artistas: de incomodar, de hacer ruido, de hablar de aquello que preferiríamos no hablar.

El peligro de eso, sin embargo, es caer en los lugares comunes y abusar, por supuesto, del tema, porque hoy el arte contemporáneo sabe que la crisis migratoria es un tema que vende y que le interesa a los curadores y galeristas y a los museos, sin tener mayormente una mirada crítica sobre este proceso. El asunto es no ceder. El asunto es instalarse desde un lugar en el que los discursos no se vuelvan inofensivos. El asunto es seguir mirando al otro, siempre, a pesar de todo.

Esto lo decía mejor Alfredo Jaar en un documental que se estrenó hace poco acerca de su obra: “De cierto modo, todo lo que hacemos cuando hablamos sobre otras personas, siempre está fuera de foco. Y es mi confesión a mi público. El reconocimiento de que todo lo que hago, de una u otra forma, está fuera de foco”.

Algunas de las fotos que escogía Rudy Kousbroek para escribir sus textos están fuera de foco. Me di cuenta cuando pude tener en mis manos, por unos minutos, un ejemplar de Opgespoorde wonderen, cuya edición es muy distinta, en términos de diseño, a la que se tradujo al español: es originalmente un libro grande y hermoso, donde las fotos se ven más claras y donde los textos las acompañan con una complicidad que se pierde, en algún sentido, en la versión en español, pues es un libro más pequeño y modesto.

Me entero ahí, en Amsterdam, que es imposible conseguir un ejemplar de Opgespoorde wonderen, que sólo hay en bibliotecas, que no se ha reeditado. Parece ser el destino de los mejores, siempre: vivir en un lugar secreto, en silencio, fuera de foco.

 

Diego Zúñiga
Fuera de foco
20-11-17

Creo que todavía no se los cuento, pero aquí va: ese primer día en La Haya —el día en que caminé 10 kilómetros y conocí Scheveningen—, volví al hotel en un Uber, a eso de las diez de la noche, absolutamente derrotado por esa caminata infinita. Antes de entrar al Mercure, eso sí, me di cuenta de que no había cenado, así que busqué un lugar donde sentarme y comer algo. Caminé —muy lento, por supuesto, ya no había energías—pensando en cómo juntaría ese puñado de palabras en inglés que me permitirían decir algo que tuviera sentido.

Había sido un día silencioso, un día en neerlandés y también un poco en inglés. No estaba mal. Disfruto de ese aislamiento lingüístico, de ese silencio forzado. Y estaba en eso cuando encontré, a sólo un par de cuadras del hotel, un pequeño restaurant en el que vendían kebabs. Atendía un egipcio que, quién sabe cómo, entendió perfectamente lo que le pedí. Y fue en ese momento en que escuché, por primera vez en el viaje, una voz en español.

Era una pesadilla: el egipcio tenía puesto en un televisor un especial de bachata, un ritmo centroamericano que se puso de moda poco después que el reggaetón y es tan insoportable como pegajoso. Y ahí estaba sonando en ese televisor: un loop eterno de bachata en un restaurante de un egipcio en una ciudad holandesa. Las fronteras, en momentos como ése, parecen sólo imaginarias. Pero no hay que engañarse. No hay que bajar la guardia. Las fronteras están ahí, en la lengua, pero también en las clases sociales y en una serie de pequeños gestos que a veces no hay forma de describirlos, pero que son completamente reales. Hay que estar alertas, siempre.

Voy a pensar en eso días después, cuando conozca, por fin, Amsterdam, y visite una exposición del artista colombiano Carlos Motta, en el museo Stedelijk, titulada The Crossing. Las fronteras no son imaginarias, nunca, por más que intentemos creer lo contrario. Es mejor estar conscientes de eso y ver qué se puede hacer, cómo ayudar a los otros a no sentirse ajenos, a integrarse a eso que llamamos comunidad.

Lo que hizo Carlos Motta en The Crossing fue una video-instalación en la que entrevistó a una serie de inmigrantes, once refugiados que escaparon de sus países, en medio oriente, donde eran discriminados y perseguidos por ser homosexuales o transgéneros. Los vemos a través de once pantallas dispuestas en dos salas: le hablan a la cámara, nos hablan a nosotros, y nos cuentan su historia, la travesía que debieron vivir para arrancar de sus países y encontrar asilo en Europa, específicamente en Holanda. Pero el horror de esas historias no terminaba ahí, una vez ya lejos de sus países, sino que continuaba también en los campos, donde también eran discriminados por otros refugiados homofóbicos y transfóbicos: la miseria humana está en todas partes.

Es, indudablemente, una realidad incómoda, pero de eso se trata, muchas veces, el oficio de los artistas: de incomodar, de hacer ruido, de hablar de aquello que preferiríamos no hablar.

El peligro de eso, sin embargo, es caer en los lugares comunes y abusar, por supuesto, del tema, porque hoy el arte contemporáneo sabe que la crisis migratoria es un tema que vende y que le interesa a los curadores y galeristas y a los museos, sin tener mayormente una mirada crítica sobre este proceso. El asunto es no ceder. El asunto es instalarse desde un lugar en el que los discursos no se vuelvan inofensivos. El asunto es seguir mirando al otro, siempre, a pesar de todo.

Esto lo decía mejor Alfredo Jaar en un documental que se estrenó hace poco acerca de su obra: “De cierto modo, todo lo que hacemos cuando hablamos sobre otras personas, siempre está fuera de foco. Y es mi confesión a mi público. El reconocimiento de que todo lo que hago, de una u otra forma, está fuera de foco”.

Algunas de las fotos que escogía Rudy Kousbroek para escribir sus textos están fuera de foco. Me di cuenta cuando pude tener en mis manos, por unos minutos, un ejemplar de Opgespoorde wonderen, cuya edición es muy distinta, en términos de diseño, a la que se tradujo al español: es originalmente un libro grande y hermoso, donde las fotos se ven más claras y donde los textos las acompañan con una complicidad que se pierde, en algún sentido, en la versión en español, pues es un libro más pequeño y modesto.

Me entero ahí, en Amsterdam, que es imposible conseguir un ejemplar de Opgespoorde wonderen, que sólo hay en bibliotecas, que no se ha reeditado. Parece ser el destino de los mejores, siempre: vivir en un lugar secreto, en silencio, fuera de foco.

 

Luces en la ciudad
13-11-17

La palabra se repite en distintos lugares de la ciudad: Jaar. Le pregunto a Heleen —quien está a cargo de la traducción de estas columnas— qué significa jaar en neerlandés y me dice: año. Me quedo pensando. No recuerdo si se lo dije, pero Jaar es el apellido del artista visual chileno más importante de las últimas décadas: Alfredo Jaar. Suena rara la palabra importante, como si estuviera vacía, como si fuera un adjetivo insuficiente para explicar, en realidad, el valor de una obra como la de Jaar: no sólo es muy cotizada en el mercado del arte y se ha expuesto en los museos más relevantes del mundo, sino que es, sobre todo, un trabajo que no deja indiferente a nadie.

En los últimos años, los proyectos de Jaar —quien nació en Santiago, en 1956— involucran casi siempre a toda la comunidad del lugar donde los realiza. Es decir, lo invitan a alguna ciudad europea o norteamericana a intervenirla, y entonces él pasa muchos días recorriendo esa ciudad, tratando de entender qué se esconde ahí, qué cosas ocurren quizá en silencio, pero que determinan el lugar para bien y para mal. De esa forma, genera preguntas que indudablemente interpelan a quienes viven en esos lugares. Y casi siempre los incomoda.

Son muchos los ejemplos, pero pienso en aquella vez en que lo invitaron a Montreal, Canadá, en 1999, y decidió intervenir la cúpula de uno de los edificios más icónicos de la ciudad. Lo que hizo fue lo siguiente: al recorrer Montreal se dio cuenta de que detrás de la modernidad del lugar y de una apariencia ejemplar —una ciudad ejemplar—, se escondía una realidad compleja, pues había una serie de albergues nocturnos en los que vivían personas que no tenían nada y de los cuales nadie se hacía responsable. Entonces, Jaar comprendió que era necesario hacerlos visibles, que los ciudadanos de Montreal se dieran cuenta de que había un problema. De esa forma nació Lights in the City, un sistema en el que en cada albergue había un botón que si se presionaba, iluminaba la cúpula de ese edificio importante. Es decir, cada vez que ingresaba una persona a alguno de los albergues, cada vez que aparecía alguien que no tenía nada, presionaba el botón y la cúpula, en medio de la ciudad, se iluminaba con una luz roja, imponente. Fue así como durante un tiempo, prácticamente todos los días, los ciudadanos de Montreal vieron arder esa cúpula, es decir, se hicieron conscientes de que entraba una persona a alguno de los albergues.

Fue tan incómodo para ellos que exigieron terminar con la intervención antes de lo presupuestado.

Jaar.

Alfredo Jaar.

¿Cuál será la historia escondida que hay en La Haya? ¿Cuáles serán sus precariedades, sus silencios, sus omisiones? Camino por sus calles, por sus pasajes y pienso en qué haría Jaar con esta ciudad, en cómo la intervendría.

¿Habrá albergues en La Haya?

Son cerca de las seis de la tarde y la ciudad ya está completamente a oscuras.

Se iluminan los edificios, las calles, los tranvía.

Se ilumina la rueda de la fortuna de Schveningen.

¿Cuántos inmigrantes vivirán en esta ciudad?

Escombros
04-11-17

“Esa playa aparece en el libro que estoy escribiendo. Una escena ocurre ahí”, me dice Gonzalo por WhatsApp después de que le envié una foto de la rueda de la fortuna —iluminada en medio de la noche— que hay en Schveningen. Trato de imaginar qué está escribiendo Gonzalo, qué puede ocurrir en esa playa, pero no llego a ninguna parte.

Al día siguiente, volveré a caminar un buen rato, pero ya no hacia la playa sino que hacia el Gemeentemuseum. Creo que fue camino al museo, a eso del mediodía, cuando me di cuenta de que había algo familiar en todo esto, en la ciudad. Un orden que recuerda, por ejemplo, a los barrios —de cualquiera ciudad, me atrevería decir— en los que se instalan los consulados y las embajadas. Hay un silencio que le pertenece, exclusivamente, a esos lugares, siempre. Una suerte de minimalismo, de quietud, que aquí, en La Haya, me parece algo extendido, como si la ciudad fuera un gran barrio de embajadas en la que, de pronto, el orden se quiebra por un parque, por el tranvía, por las tiendas del centro, por el ruido de unos pájaros negros en una isla justo al medio de un lago, por el mar, sin duda.

Lo que me resulta familiar es que yo estudié en un colegio, en Santiago, que quedaba en el barrio de las embajadas. Nací en el norte, en la provincia —las playas y el desierto—, y de pronto, con 12 años, cuando me fui a vivir a la capital, el paisaje fue otro. Fueron esos barrios silenciosos, esas casas grandes y elegantes, esas embajadas y consulados. Eso no era Santiago realmente, era sólo un barrio exclusivo, que por momentos se parece esto, a algunos lugares de La Haya.

Un pequeño paréntesis: estudié en un barrio exclusivo, pero el colegio era lo menos exclusivo del barrio. Un colegio católico, que estaba destinado para los hijos de las empleadas domésticas del sector, pero donde al final terminamos confluyendo una serie de clases sociales. El colegio era, entonces, una muestra perfecta de lo que es Chile en ese sentido: mucho arribismo, mucha discriminación silenciosa. Además, frente a nosotros quedaban dos de los colegios más privilegiados de Santiago, aunque nunca tuvimos contacto con ellos. Pero no nos dábamos cuenta de toda esa violencia social: éramos adolescentes, la vida se nos iba jugando a la pelota.

Estaba hablando de La Haya y, quién sabe cómo, terminé hablando de Chile, que era lo que había tratado de evitar durante todos estos días. Quería escribir del asombro que me produjo el descubrimiento de Anton Heyboer, a propósito de la exposición de su obra en el Gemeentemuseum, pero acá estoy, recordando mis barrios escolares. Qué espanto. Pero es así. Soy un pésimo turista y un peor latinoamericano —nunca he ido a Machu Picchu, no entiendo los bailes folclóricos ni toda la cultura prehispánica: es mi culpa, lo sé—, sin embargo, Chile siempre está ahí, como una condena. Lo dijo mejor que nadie ese poeta extraordinario que fue Enrique Lihn, cuando escribió unos versos muy famosos, tras haber recorrido algunas ciudades Estados Unidos: “Nunca salí del horroroso Chile”. Enrique Lihn —que después de Nicanor Parra es el poeta chileno más importante de la segunda mitad del siglo XX— además de escribir poesía, también publicó novelas, cuentos, ensayos, crítica literaria y crítica de arte, y al final de sus días, en 1988, se dedicó a dibujar un cómic. Algo en los trazos de Anton Heyboer me recordaron a los trazos de Lihn: una precariedad, como si lo real fuera sólo una suma de escombros que ellos decidieron retratar. Eso y sólo eso.

Scheveningen
03-11-17

—El centro está en esa dirección —me dijo el chofer, apuntando hacia un lugar indefinido, aunque cercano, poco antes de dejarme en el hotel. Miré hacia el centro. Pensé que cerca de ahí estarían los canales, y que quizás, si caminaba un poco más allá, podría ver el mar.

Pero entonces —como podrán imaginar quienes leyeron la primera columna— me di cuenta del error: busqué en mi iPhone la aplicación de Mapas y descubrí que Amsterdam estaba muy, pero muy lejos de mi hotel, y que en realidad me encontraba en La Haya, una ciudad de la cual sólo tenía noticias por todos los líos fronterizos que ha tenido mi país en estos últimos años, y que han sido dirimidos por la Corte de La Haya. Eso y no mucho más.

Supongo que el chofer, durante el camino, me indicó que veníamos a La Haya, pero no le entendí. Mi inglés —muy modesto— sólo alcanzó para balbucear algunas respuestas —casi todas monosilábicas—, mientras avanzábamos por unos campos muy verdes y muy holandeses. Recuerdo que en un momento me dijo que esos granjeros tenían botes y que iban a la ciudad por los canales que atravesaban el lugar, que ese era su medio de transporte. Quién sabe, ahora dudo de todo lo que creo haberle entendido.

Como sea: era mediodía, Amsterdam estaba lejísimo y yo me encontraba en una ciudad de la cual desconocía todo. Sin embargo, estaba el mar. Siempre está el mar. Eso indicaba, al menos, el mapa: había que caminar una distancia prudente —me pareció— y entonces llegaría a la playa de Scheveningen. ¿Cómo se pronunciaría eso?, pensé y luego busqué algunas imágenes, que me parecieron hermosas, así que no había mucho que hacer: caminar y caminar y caminar hasta encontrarme con esa playa y con ese mar, el Mar del norte.

Recorrí, primero, el centro, y le saqué fotos a cada uno de los edificios donde se podía ver algún guiño a Mondrian, que según yo era norteamericano o francés o de cualquier lugar del mundo, pero descubrí que no, que era holandés y que este 2017 se cumplían cien años del movimiento que comandó. La ciudad inundada por esos colores y esas figuras geométricas que convirtió en su estilo, en su sintaxis personal. Imaginé Santiago rindiendo homenaje a Roberto Matta, por ejemplo, ese hombre que pintó el futuro, pero no, en mi ciudad esas cosas no ocurre. O si ocurren, generalmente son un desastre. Así que volví a Mondrian, mejor, a deambular por las calles del centro. Y sí, sentí la alegría de estar en un lugar desconocido, en una lengua extranjera, en ese silencio que sólo se puede encontrar en esas condiciones. Me compré unas papas fritas —pues Gonzalo me había dicho que acá se hacían de una forma distinta, y que eran mejores. Y sí, es cierto: acá son muchísimo mejores—, y caminé un poco más hasta que decidí emprender el rumbo hacia la playa.

Como podrán imaginar quienes viven en La Haya o quienes han estado acá, la playa queda lejísimo del centro, pero yo, un iluso, o más bien, un pésimo lector de mapas, no me di por enterado y caminé y caminé y caminé, mientras oscurecía y los negocios cerraban. Eran las cinco de la tarde y la ciudad había sucumbido, sin mayores reproches, a una noche fría y prematura. Ya no podría conocer la playa de día, pero me pareció bello imaginar cómo se vería la rueda de la fortuna iluminada.

Llegué a Scheveningen a eso de las nueve de la noche, después de caminar más de tres horas, zigzagueando por esta ciudad tan limpia y bien iluminada.

“Yo estuve ahí”, me escribiría Gonzalo un par de horas después. Pero todo eso se los contaré, mejor, en la próxima crónica.

 

Antes de que anochezca
20-10-17

Todo lo que sé de Holanda se lo debo a mi amigo Gonzalo, que tiene apellido alemán, pero quien es la única persona que conozco que ha vivido ahí, en un pueblito hippie, llamado Nijmegen —la ciudad más vieja de Holanda, me dijo alguna vez—, donde enseñaba en la universidad. O quizá la universidad quedaba en otro lugar, en otra ciudad, o en otro país, ahora que lo pienso, pues Gonzalo escribió un libro en el que un joven chileno vive en Holanda pero hace clases en Bélgica, y la novela —vamos a llamarla novela, aunque en realidad es un libro hermoso e inclasificable— ocurre en medio de un viaje en tren; un viaje entre Bélgica y Holanda, claro.

Fue Gonzalo, de hecho, quien me dijo hace un tiempo que leyera a Rudy Kousbroek, pues se había enterado que una pequeña editorial argentina había publicado una antología de sus columnas. La poca información que conseguí en internet —pues hasta la publicación de este libro estaba inédito en castellano— hablaba de un tipo que vivió casi toda su vida fuera de Holanda, pero que sin embargo era catalogado como uno de sus mejores ensayistas contemporáneos. El libro, en castellano, se titulaba El secreto del pasado, y era una recopilación de sus “fotosíntesis”, columnas que publicó en sus últimos años de vida que consistían en una fotografía y un pequeño texto que nacía a partir de esa imagen, o que la complementaba o que, simplemente, la convertía en otra cosa. Un flujo que le permitía a Kousbroek indagar en el pasado de una manera elegante y conmovedora, como lo hace en aquel ensayo que le dedica a la muerte del gato de una amiga. Devastador.

¿Encontraré libros de Kousbroek durante este próximo viaje? ¿Encontraré un ejemplar de Opgespoorde wonderen, donde recopila todos sus ensayos finales? ¿Qué habrá en esas librerías?

Es cierto: no tiene mucho sentido comprarse libros en un idioma que uno desconoce, pero el viaje es inevitable. Las ciudades son eso: una suma de novelas que nunca vamos a leer, que nunca vamos a entender. Un puñado de poemas que quizá nos hubiesen cambiado la vida si es que los descubríamos antes, siendo muy jóvenes, pero que ahora nos resultarían ilegibles.

Revisando la programación del festival me encuentro con la sorpresa de que participará Rebecca Solnit, quien escribió un libro maravilloso —Wanderlust— acerca del arte de caminar. Quizá lo primero que haga apenas aterrice en Amsterdam será planificar todo para ir a escuchar a Solnit, e imaginar que en algún momento —poco antes del anochecer, quizás— la descubriré avanzando por entre medio de un parque, silenciosa, lejos de todos, buscando algo indescifrable. Una historia secreta. El inicio de un relato imposible. Pero eso no va a ocurrir. Ni siquiera sé si hay muchos parques en Amsterdam. Gonzalo no ha dicho una palabra sobre eso. Y a esta hora de la madrugada, cuando escribo estas líneas, no puedo preguntárselo, pues seguramente duerme en su departamento.

Quizá yo también deba dormir ahora. Ya despertaré en Amsterdam y descubriré cómo es recorrer ese parque poco antes de que anochezca.